Después de hablar con el lobo hemos llegado al acuerdo de que no va a soplar. Me da miedo que tenga fuerza suficiente como para conseguir tirar el decorado que me rodea.
Las paredes son folios coloreados con lápices Alpino, y el techo es una cartulina con un dibujo abstracto que simboliza un intento de luz que se ha quedado en un día en penumbra allí donde los rayos amarillo fosforito no llegan.
Los objetos cambian mucho según el escenario, pero mi preferido es, sin duda, el que mezcla el verde con el marrón tierra. Un río de agua de grifo recorre unos surcos de cartón piedra hechos burdamente por las manos de un operario chino que no gana lo suficiente y tuvo que vender a su hija a un comerciante de amor barato.
El lobo insiste en descargar todo el aire que tiene dentro. Me intenta convencer de que no es una cuestión de necesidad, ni siquiera una opción. Es algo que tiene que hacer; igual que nadie puede impedir que las nubes lluevan hacia arriba cuando hay viento o que los niños pequeños envejezcan conforme van descumpliendo años.
Tras muchos intentos de soborno, súplicas y pataletas varias; lo único que ha hecho efecto ha sido meter su zarpa en mi pecho y dejar que se llevar el corazón que aún me quedaba. Me ha dicho que en el mercado negro este tipo de objeto con carga sentimentaloide puede llegar a valer algo; así que se lo he dejado y me he ido a seguir con lo mío, que es lo que corresponde.
Hasta que no me he sentado a cortar la esponja con la que relleno cojines de todos los colores, no me he planteado que quizás debería estar un poco asustado. El corazón, aunque estuviese algo ajado, era algo que tenía una función, y siempre he oído que no se puede desperdiciar lo que tiene utilidad. Pero cuando he visto que pasaban los minutos y la montaña de espuma cortada seguía creciendo, se me ha pasado el miedo y se ha instalado en mí una especie de Calma Chicha. Que por cierto, ha sido muy educada. Llamó a la puerta, y pidiéndome permiso se sentó enfrente mía esperando el café que suelo ofrecerle en estas ocasiones.
Cuando ha visto que no iba a prepararlo, porque no sentí la necesidad de agasajar a invitados pesados como otras veces, se ha levantado muy digna, y diciéndome un Hasta Nunca que se me ha clavado en el pecho, se ha ido dando un portazo.
El Hasta Nunca ha aprovechado el hueco que acababa de hacerse y se ha acomodado. Ni siquiera me ha preguntado. Se ha hecho su nidito con las sobras de tela de los cojines y se ha dispuesto a echar una siesta. Ahí ha sido cuando me ha parecido que la cosa estaba pasando de castaño a oscuro, y he carraspeado un poco para llamar su atención. Ha levantado una ceja, y mirándome con desidia me ha gritado que le dejara descansar; que el viaje ha sido agotador y que no todos los días son iguales.
Me he dicho a mí mismo que así son las cosas, y que para qué voy a pelearme con aquello contra lo que no puedo hacer nada. He preparado un café; sólo para mí, y me he sentado a meditar esta situación, porque tanto desconcierto empieza a superar la cuota que concerté con mi agente de nacimiento legalmente homologado 32 años ha.
En éstas estaba; evitando discutir conmigo mismo, cuando mi móvil relleno de bolitas de caramelo ha empezado a sonar con la canción de Yesterday de los Beatles, porque yo soy mucho de decir que más vale malo conocido que bueno por conocer. He descolgado rápidamente para que mi nuevo amigo no se despertara, porque me daba miedo de que se volviera a enfadar; y cómo todavía no le tengo cogido el punto, pensé que más vale prevenir que curar.
Una eficiente voz femenina, con cierto deje de desgana telefónica, me ha explicado que el lobo ha presentado una queja en la oficina de Atención al Ciudadano por venta de producto defectuoso. Le he dicho educadamente que me presentaré a la citación judicial de pasado mañana y he colgado sin mucha convicción. Es que me habría gustado preguntarle si el defecto era congénito o ha sido por uso y desgaste, pero no he querido exponerme a que dijera una tercera opción donde el colesterol por abuso de lechuga y tomate tuviera sentido. Así que me he vuelto a sentar. Por tercera vez.
Y me ha llegado desde el hueco del pecho una voz chillona que me decía que el olvido es la madre de todas las batallas; que lo que no se pasa hoy se pasa mañana. Y ha sido un poco raro, porque a pesar de que hacía años que no lloraba y que en realidad no estaba triste (supongo que a esto contribuía mi falta de órgano latidor) el agüita salada se ha derramado por mis mejillas rasposas. Es que sólo me afeito los días impares.
Y supongo que ahí fue cuando me dí cuenta de que quizás mi vida decorada me estaba dando la oportunidad de sacar conclusiones profundas sobre la vida; cómo se puede llorar sin corazón, si eso demuestra la existencia del alma, si quiere decir que lo fisiológico es previo al sentimiento… pero no es mi estilo. Lo mío es más dejar que el agua corra y rezar para que no se estanque, porque entonces los folios que hacen de losetas de suelo pueden empaparse y romperse, y no quiero saber lo que hay detrás. Que sí, que yo defiendo el que más vale pájaro en mano que ciento volando.
Y el Hasta Nunca dale que dale… qué tortura. Por lo menos el corazón no hablaba, se limitaba a sus funciones en silencio. Aunque es cierto que algunas noches podía escuchar su pom-pom en el oido que llevara más tiempo apoyado en la almohada. Y tambien es cierto que ese pom-pom cada vez me recordaba más a un tic-tac gigante, y que por eso he preferido dárselo al lobo antes que seguir oyéndolo sin dejarme dormir. Total, que me propongo hacerme amigo de mi nuevo inquilino. Pero cuando le propongo una tregua, me mira como si se me hubiese ido la chaveta y me dice que si tambien he regalado el cerebro a un timador peludo. Que el se llama el hasta nunca, y que no se entrega a nadie, que siempre está de paso. Y que si eso no me dice nada. Y yo le he dicho que yo sólo oigo lo que quiero oir, que si hay gente que sólo come lo que le gusta y que no sale cuando hace calor, que por qué no puedo decidir yo lo que oigo.