La luna se ha hecho pequeñita cuando ha mirado al mar. No encuentra hoy su reflejo en el agua, por más que mira, y ha empezado a sangrar con un corazón del que mana un agua azul y fría. El charquito que ha formado se ha ido congelando al tocar la masa de agua en la que caía. Cuando el sol ha salido, se ha limitado a hacer lo de todos los días y ha derretido el sentimiento en el que se ha vertido su antecesora. Y así día tras día.
Me duele adivinar tu sufrimiento más que ninguna otra cosa en la vida. Lo escondes en un apretar de labios y en un ceño fruncido, y así lo derramas en una expresión lacerante de dolor profundo; el que sólo siente quien tiene un corazón de verdad, forjado a base de vidas.
Te admiro. Veo tu capacidad cada vez mayor de afrontar las cosas; el intento de dar a cada uno lo suyo sin traicionar tus ideas ni a tí misma, pese a quien pese y cada vez con más capacidad de querer y de comprender hechos y motivos.
Tu cuerpo tiene una capacidad de expresión sublime, y no eres consciente de tu belleza ni de la vida que trasmites. Borraría cada uno de los momentos que no te mereces; daría mi sangre por tu tranquilidad, pero así sería como el sol que borra la noche anterior, y tú no serías quien eres. Y eres. Estoy orgullosa de eso como de ninguna otra cosa, y me duele casi lo mismo. Veintiún años de conocerte son un regalo para el que no tengo compensación.
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