Eloisa estuvo debajo de un almendro. Mientras estuvo allí, pensó que se mentía a sí misma en un amor que defendía ante todos y rompía ante dos; el ying ying y el yang yang.
Eloisa pensó que el para siempre ajeno valía más que el esperemos a mañana propio y a medio camino del naranjo donde buscó sombra se acordó de que no hay más verdad eterna que la inexistencia de lo ajeno y lo ajeno de lo propio.
Eloisa hizo una transición hacia el árbol cítrico un poco a tontas y a locas. Por el camino se equivocó un par de veces (por reducirlas a número par) y se tumbó debajo de una higuera chunga, de un ciprés de cementerio y de un cerezo en flor que acabó desflorado. Y entre cambio y cambio fue llenando cada vez más libretas con pensamientos desgranados como hojas en otoños de deberes de colegio.
Buscando certezas inapelables se encontró con verdades impepinables, y fue entonces cuando llegó al naranjo de naranjas amargas. Y nada más tumbarse olvidó el pepino verdadero al sol y se secó por falta de agua.
Ahora pregunta de vez en cuando a quien pasa buscando su árbol, para ver si así recuerda qué se le perdió por el camino, y mientras ha puesto un puesto de limonada fresca. Que de algo hay que vivir.
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