Desde el balcón de sus trece años Amalia observa impaciente una playa que se está llenando de promesas. Pero su madre no la deja bajar todavía, es demasiado temprano. Se acostó pensando en el peinado que va a lucir, pero lo cambiará en la orilla en incontables ocasiones para que acompañe al estado de ánimo que quiera reflejar en cada momento; sintiéndose observada por decenas de pares de ojos de adolescentes con experiencia, que la salvarían sin dudarlo de cualquier situación peligrosa. Y hasta el final de la tarde no es consciente de que sólo está rodeada de cuatro amigas con la mismas fantasías y de incontables sombrillas en las que se protegen matrimonios de la tercera edad y familias jóvenes. Al sol sólo hay mujeres que se asan en un vuelta y vuelta soporífero.
Hombres de todas las edades pasan mirando al grupo de féminas incipientes que arma jaleo intentando llamar la atención de un vampiro que quiera protegerlas eternamente o de un hombre lobo que las quiera con pasión desmedida. Pero sólo se encuentran con esas miradas lascivas de cincuentones consumidores de viagra con sus mujeres.
Después de una ducha rápida y una cena improvisada,han quedado con un grupo de adolescentes en el patio de su hogar vacacional; y aunque empiezan estrenando miradas de mujer fatal con chavales que se apoyan en la pared sacando pecho, acaban jugando al escondite para sentir la emoción de la busca y el agarrar de la ropa. Si hay suerte, algún enfrentamiento físico que revolucione hormonas.
Amalia mira la playa desde el balcón de su infancia terminal, y desde el balcón de enfrente la mujer que será le hace señas para que deje de mirar el horizonte y se concentre en su mirada en el espejo. Y con tanta seña, no ve la anciana de tres piso más arriba, donde se adivina el secreto de una vida que rompe en lágrimas de consuelo y desgarro por las tres que fueron y las cincuenta que se quedaron en el camino.
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