En la penumbra de un bar una tarde de un mes de Julio me siento en el incómodo banco de la única mesa que queda libre al lado de la cristalera. La música suena demasiado fuerte, y parece inapropiada para un día que presagia tormenta veraniega por el frescor evaporado día tras día. Las conversaciones se suceden a mi alrededor, luchando por hacerse audibles al hilo musical, y una pareja de camareros se afanan apresurados preparando cafés, cubatas y nesteas para los más sanos, que nunca conducen coches híbridos porque son más caros.
Intento hacerme una idea de lo que me vas a decir cuando llegues, de cómo vas a intercalar reproches camuflados porque no paso el suficiente tiempo contigo; porque no te he llamado ni una vez aún, porque no me dejo subsumir por una relación que ni siquiera atisbo y deseo como fórmula mágica desde la que escapar de tu soledad provocadora de la mía.
La dificultad vendrá cuando intente explicarme y me digas que doy demasiadas vueltas. Cuando te responda que esa es mi manera de hablar; que no doy vueltas, te cuento mis ramificaciones. Pondrás cara de entenderme, pero ya habrás dejado de escucharme para pensar en cada uno de tus motivos; esos que te repites cada día delante de un espejo demasiado grande y que multiplica defectos de un cuerpo por el simple hecho de serlo.
No quiero dormir cada noche contigo; quiero una cama de 2x1.60 para mí sóla, yo no quiero escuchar tu respiración cada segundo. No quiero cotidianeidad, ni días salpicados de sorpresas ante las que no sé a qué atenerme. No quiero enseñarte, ni sentirme mal por ver cosas que tú intentas esconder detrás de una sonrisa perfecta. Me dan miedo las motos grandes, y no soporto el desorden. Me agobia tener que ver todos los días a alguien por obligación, y matar lo que podría haberse iniciado como deseo en un baile burdo y poco interesante. Te siento polifacético, pero no te has especialiado en nada. Confundes risa con bienestar, y cuentas intimidades que jamás quise oir. No te pedí discrección, porque no se puede exigir a alguien lo que no puede dar. ¿Por qué un hombre se cree en el derecho de esperar (que no pedir) dedicación completa? no tengo tiempo que dar, porque no tengo tiempo que perder. Mi vida fue un cúmulo de cirunstancias a las que no tengo acceso, porque me ahogaron en un aire viciado de absoluta realidad. Y ahora vivo pendiente de mendigar un boli en este bar, porque se me ha olvidado el mío en casa, y el portátil pesaba demasiado. Y desde que he llegados a los 30, todo ha cristalizado en un crisol del que mana algo contínuamente como de la Fuente de la Gitanilla en la Peza, donde bebía agua que sabía a agua cuando era chica, que no pequeña; y no puedo perder el poco tiempo que me van a dar para que lo encaje en forma de un puzzle de palabras incompletas que sirven para decir que sí existe el pecado; que hay bien y mal, pero no buenos y malos.
No quiero que escuches mis miserias, penas y dardos atravesados, porque no serviría de nada y quedarían ahí, entre los dos, en un aire que se haría espeso y que tiraría de nosotros hacia el suelo. No quiero oír las tuyas, porque no soy tu analista, y ni siquiera tu amiga aún. Y las relaciones, del tipo que sean, no se basan en compartir secretos. Se basan en el respeto. Y para poder respetarte, tengo que saber quién eres más allá de tu máscara de belleza impoluta, y tú me tienes que ver más allá de la mía de intelectual frustrada. Y me temo que ninguno de los dos vamos a dejar de ser ninguna de las dosa cosas.
Y mientras escribía, la música ha cambiado a algo más ambiental y after, y la gente ya me ha empezado a mirar raro porque estoy sola, en un bar, bebiendo té con leche y escribiendo. Y yo les miro raro a ellos porque beben cubatas a las 18.00 y porque en este pub no ponen pastas para mi té, si no una galletita insultrial en un paquete de plástico. Voy a pedir el libro de hojas de reclamaciones y me voya a quejar porque dejan entrar a niñatos con bañadores naranjas, a ejecutivos con trajes de 1.500 euros y a hombres solos que nadie mira raro porque leen el periódico.
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