Te estás muriendo. Hay un bichito que se multiplica dentro de tí y que va comiéndote por dentro, dejándote sin trozos de órganos importantes, sin sangre y sin corazón. El alma flota a ocho centímetros de tu cabeza como un globo, sujeto a tí por un hilo que se está convirtiendo en muñón. Mi mano está atada a la tuya por una cuerda gruesa, que se deshilacha clavándose en mi muñeca y haciendo que se desgarre. Yo hice el nudo y no sé como desatarlo, porque cuando te miro me da una pena inmensa, más grande que yo misma. Y como me até yo, no puedo cortar la cuerda sin sentir que te abandono y que me va a faltar al lado alguien con quien comparto adn, porque cuando te duele demasiado dejas que los bichitos pasen a mí para descargarte tú un poco, y los dientecitos afilados hace tiempo que dejaron sus primeras marcas.
Sube al ascensor y busca el espejo como siempre, pero en este bloque nunca lo hubo; no hay nada bonito de lo que duplicar una imagen. Por un momento, olvida qué número tiene que pulsar, y cae en ese abismo en el que no recuerda nombre, apellido ni dirección; ni siquiera si es, está, o se sueña a sí mismo en una pesadilla que se incluye en en un cuento infantil de los hermanos Grimm.
Al final, prefiere que se así, porque no soportaría verse como lo ven los demás. O más aún, no soportaría verse visto con esa mirada. La suya. La marca de la casa.
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