Ya no vivo más en una espera absurda de algo que nunca llega. Vivo al día. Y no es porque haya perdido el libro de instrucciones; es que nunca lo tuve ni lo necesito. En el próximo instante, miraré el móvil y el correo, releeré a Fitzgerald porque no entiende a las mujeres como nadie y describe una Nueva York en la que quiero vivir a todas horas. Pero ahora, ahora, sólo siento paz. Y la tranquilidad de estar en este momento, que es ninguno porque ya ha pasado sin llegar a ser; no hay línea temporal en la que se sostenga la realidad delirante del no saber el origen, el infinito ni el retorno finito.
Ahora no hay angustia ni vuelcos en el estómago ni palpitaciones amargantes y amargadoras. Ahora es antes y después. Y no necesito ir al baño, tomarme un helado ni dormir. Sólo estar, porque no elijo el ser. Y después, más tarde en ese futuro sin presente ni pasado; volveré a existir sólo porque pienso, luego seré imbécil de nuevo. Y volverá el miedo, la angustia, el dolor y el fracaso. Volverá porque nunca se fue; porque no hay antes ni después. Ni siquiera ahora. Y cuánto me ha costado entender que no hay ahora tampoco. Que vamos (o venimos o estamos) por encima de una cinta en la que a veces giramos. Y nunca es exactamente lo mismo ni justo lo contrario. Pero no te resbales, que está mojada. Menos mal que creamos el concepto de la temporalidad; imposible vivir así; hay que entretenerse con conceptos como el trabajo, las horas de las comidas y el horario de dormir.
Pero ahora no. Ahora sólo después y antes.
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