Rasputín vive en una torre muy alta. En la última planta hay una balcón, y ha colocado una silla y una mesa para el portátil desde donde poder escribir y mirar el paisaje de vez en cuando. Desde allí se ven personas andando apresuradas, coches que pasean haciendo tiempo y pájaros grises por el monóxido. Mientras que hila traiciones se complace en ver la vida fuera imaginándose cómo sería estar ahí. Cuando se aburre del paisaje, cambia de programa y disfruta con las vistas a un huerto andaluz, tal y como los recuerda Machado, que esas cosas siempre son mejor en la idealización del olvido. Se come una ciruela mientras se mira al espejo, y se le olvida siempre lo que ha visto en cuanto se da la vuelta, así que hay veces en las que vuelve a mirarse para comprobar si lo que ve concuerda con la imagen de su cabeza. Pero como en el espejo sólo se puede ver a trozos, según la parte que mire en ese momento, y la imagen de su cabeza es general y sin detalles, nunca queda satisfecho. Así que ha abierto el correo y ha mandado el mismo mensaje a todos sus contactos, en el que pide que le manden una foto que tengan de él. La que más le ha gustado es la que le ha mandado la zarina, que por confusión le ha enviado la de su gato. Así se ha convencido de que tiene siete vidas, y siente una suerte de conformidad consigo mismo por estar viviendo en esa torre, porque ahora ya tiene la certeza de que en la siguiente vida las cosas podrían cambiar. Incluso puede entrar en una secta, robar ganado o vivir en una orgía constante. ¿Por qué no?
Rasputín se pregunta cosas a veces, pero no sabe elegir entre todas las respuestas. Por eso está siempre mosqueado, y planea planes planeadamente malignos. No sabe si hay diferencia entre idear y llevar al acto, por lo que nunca cruza la puerta de abajo, vaya a ser que se le olvide por el camino cómo se actúa antes de decidir no hacerlo. Por eso a veces se sienta en los úlitmos escalones y observa a la gente pasar, comiendo helado y tirando cáscaras de pipas al suelo.
Como se aburre, se ha fabricado un teléfono con dos vasos de yogur y un hilo, y se lo ha tirado al vecino de enfrente. Pero no le responde. Así que se ha armado de valor y se ha puesto a investigar en serio para curar la hemofilia. Y es que siempe le llamó la atención que hubiera gente que no pudiera dejar de sangrar. ¡Qué derroche de vida! Porque eso es la vida, derramarse sin pausa sin plaquetas que te sirvan de barrera, llenar todo el espacio de alrdedor mientras te esparces ahí donde caes, mezclándote con todo aquello que sale a tu encuentro... Total, que se pone filosófico y ya le da pena (o envidia) curar al hemofílico, así que lo hipnotiza mejor. Ni pa tí ni pa mí. No lo cura del todo, pero no le da la tabarra. Y como Rasputín no sabe lo que es el conflicto moral porque al final se ha dado cuenta de que el problema del espejo es irresoluble, pues se ha tirado al río. Desde arriba de la torre. Y con ese bautismo ha empezado la nueva vida, la segunda. Y aquí ya sólo usa los espejos para peinarse. Y sólo piensa en sangre derramada si ve a alguien en una bañera.
3 comentarios:
Tengo alergia rasputina. Parece que soñaras tu con el maestro.
En 6º de EGB tuve un maestro. Se llamaba Don Juan y se enfadaba si no tenía 0 faltas en los dictados por culpa de algún acento. Consiguió enemistarme con "algunos" por ponerme de ejemplito. No me gustan los maestros. No me gusta la alergia. Me gusta el vino y las mujeres.
Que original.
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