La bruja Yaga vive en el vórtice de un bosque. Tiene una cabaña con un suelo de madera lijado a mano, y siempre hay un perol con agua hirviendo en el centro. Hace cosas siniestras. Freud dice que lo siniestro se produce cuando lo cotidiano se vuelve anómalo. Por eso en la casa de Yaga las sillas se mantienen solas boca abajo, y a veces bajan las escaleras en esa posición, deslizándose por los escalones. Por las noches se esconde en el espejo de un dormitorio, y cuando sale de él se sienta de rodilla encima del pecho de quien está en la cama para que sueñe que no puede respirar.
Está debajo del sofá cuando te quedas sola en casa y cuando te pones de pie para salir corriendo de allí saca la mano de dedos sarmentosos y te agarra el tobillo.
Agarra los cuchillos y los pone en tu mano. Pone jabón en el fondo de la bañera, y su risa se convierte en aullidos de dolor porque Yaga no eligió ser quién es.
Compra tomates para hacer gazpacho, pero se derrama hacia arriba cuando lo vierte en un plato. Su ser, sino y estampa se escurren hacia abajo. Tiene una escupidera donde lo recoge todo, y antes de dormir siempre lo mira intentando saber qué significa.
Sus chillidos son gritos de dolor. Del dolor de sus víctimas, que nunca lo son. Porque quien va a su casa deja de ver las sillas cuando cierra los ojos. Siempre se baja del pecho si el que duerme se despierta. Los tobillos se escurren cuando el que se baja de sofá empieza a correr. Otros mueren.
Yaga lleva un vestido. A veces se lo quita, y la piel se vuelve de dentro a fuera.
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