He abierto la puerta del armario para contar los fantasmas que había dentro. Al hacerlo, me ha llegado una mezcla de olores a jabón aromático para la ropa, detergente e inmovilismo. Es curisoso cómo por más esfuerzo que haga, por más que corra o trabaje; mi ropa siempre huele a lo mismo... a ropa. Creo que me muevo en una cinta de correr estática, dónde lo estático no es sólo la cinta, si no el contexto, la vida de alrededor e incluso yo misma. Por eso es un sudor falso, que no huele; porque es el producto de lo estático.
He entrado en el armario y me he sentado en el suelo, apartando los cuatro trajes que hay dentro. Uno es el de estar por casa, otro el pijama; el de salir informar y el de ir arreglada. Y desde ahí abajo, mirando, me he dado cuenta de que los cuatro son el mismo, que van cambiando de categoría en función de las veces que me lo ponga. Porque cuando me compré el que iba a ser el especial de fiesta, se quedó en la bolsa de la tienda esperando esa ocasión que nunca llegó. Y es que el momento perfecto es aún más inalcanzable que el cotidiano, al que hace años que no tengo acceso por culpa de mi cinta de correr estática. A lo mejor pruebo con el step.
Desde el suelo, he mirado alrededor. Porque en realidad no estoy segura de si me da miedo la oscuridad. Antes estaba segurísima de que sí, pero hace un tiempo que no lo tengo tan claro. Cuando empecé a moverme por mi casa dormida en el claroscuro de las flores, pensé que a lo mejor lo había superado. Ahora simplemente voy confirmando con el paso de los días que la oscuridad está dentro, y es la que me asusta. A veces la pongo fuera, o la veo ahí, para que sea más llevadero. O para que lo sea menos, que en el mundo del masoquismo todo está permitido.
Los fantasmas me han acariciado el pelo. Y esta vez no me ha molestado que alguien me lo toque, porque hoy sí me gustaba el tacto que tenía. Y porque cuando salga me lo voy a lavar y me lo voy a poner bonito para que no se note que me han despeinado.
Otros se han puesto a girar alrededor de mí susurrándome sin parar. Porque supongo que eso es lo típico que hacen. No sé. Y no he entendido nada de lo que dicen. Lo que sí he sentido, es que los fantasmas son viejos. Muy antiguos. Pero siguen teniendo vigencia los cabrones. Y he abierto la puerta porque ya no me da miedo. No porque no me de miedo lo desconocido, sino porque cuando me he levantado esta mañana he sabido que ya los conocía. Y que eso no hace que se vayan. Que yo creía que sí todos estos años; y ahí, dale que te pego esforzándome por ir desentrañándolos uno a uno. Y cuando acabé, se unió la desesperación y se fue el miedo. Qué bien, oye. Menos mal que se fue el miedo. Mierda.