martes, 29 de junio de 2010

Inconsciencia consciente.

Consciente de la imposibilidad, consciente de la inevitabilidad. Todo son juegos en los que entretenerme entre encuentros y desencuentros varios. Consciente de las cosas que te quedan por experimentar. Consciente de los líos en los que me voy a meter. Consciente de cómo se entretejen los sucesos en una trenza, único referente de todas las ramificaciones de alrededor. Consciente de tu crecimiento. Consciente de tu deshumanización. Consciente de mi traición. Y de la tuya a tí mismo. Consciente del paso del tiempo, de lo vivido y de lo que vendrá. Y de lo que no. Consciente de mi inconsciencia. Inconsciente de la tuya. Consciente del compartir asfixias nocturnas. Cada uno en su sitio. Consciente de la división y repartición. Consciente de lo que hay en la sangre. En la mía. Habrá palabras un día.

Me he perdido en un laberinto del que no sé salir. Una vez leí el truco para salir de cualquiera de ellos; tienes que extender una mano y seguir con ella la pared, así llegarás tarde o temprano a la salida. Pero este laberinto tiene la úlitma puerta sellada, y no tengo cera para hacerme unas alas como las de Íkaro.

lunes, 28 de junio de 2010

Rasputin

Rasputín vive en una torre muy alta. En la última planta hay una balcón, y ha colocado una silla y una mesa para el portátil desde donde poder escribir y mirar el paisaje de vez en cuando. Desde allí se ven personas andando apresuradas, coches que pasean haciendo tiempo y pájaros grises por el monóxido. Mientras que hila traiciones se complace en ver la vida fuera imaginándose cómo sería estar ahí. Cuando se aburre del paisaje, cambia de programa y disfruta con las vistas a un huerto andaluz, tal y como los recuerda Machado, que esas cosas siempre son mejor en la idealización del olvido. Se come una ciruela mientras se mira al espejo, y se le olvida siempre lo que ha visto en cuanto se da la vuelta, así que hay veces en las que vuelve a mirarse para comprobar si lo que ve concuerda con la imagen de su cabeza. Pero como en el espejo sólo se puede ver a trozos, según la parte que mire en ese momento, y la imagen de su cabeza es general y sin detalles, nunca queda satisfecho. Así que ha abierto el correo y ha mandado el mismo mensaje a todos sus contactos, en el que pide que le manden una foto que tengan de él. La que más le ha gustado es la que le ha mandado la zarina, que por confusión le ha enviado la de su gato. Así se ha convencido de que tiene siete vidas, y siente una suerte de conformidad consigo mismo por estar viviendo en esa torre, porque ahora ya tiene la certeza de que en la siguiente vida las cosas podrían cambiar. Incluso puede entrar en una secta, robar ganado o vivir en una orgía constante. ¿Por qué no?
Rasputín se pregunta cosas a veces, pero no sabe elegir entre todas las respuestas. Por eso está siempre mosqueado, y planea planes planeadamente malignos. No sabe si hay diferencia entre idear y llevar al acto, por lo que nunca cruza la puerta de abajo, vaya a ser que se le olvide por el camino cómo se actúa antes de decidir no hacerlo. Por eso a veces se sienta en los úlitmos escalones y observa a la gente pasar, comiendo helado y tirando cáscaras de pipas al suelo.
Como se aburre, se ha fabricado un teléfono con dos vasos de yogur y un hilo, y se lo ha tirado al vecino de enfrente. Pero no le responde. Así que se ha armado de valor y se ha puesto a investigar en serio para curar la hemofilia. Y es que siempe le llamó la atención que hubiera gente que no pudiera dejar de sangrar. ¡Qué derroche de vida! Porque eso es la vida, derramarse sin pausa sin plaquetas que te sirvan de barrera, llenar todo el espacio de alrdedor mientras te esparces ahí donde caes, mezclándote con todo aquello que sale a tu encuentro... Total, que se pone filosófico y ya le da pena (o envidia) curar al hemofílico, así que lo hipnotiza mejor. Ni pa tí ni pa mí. No lo cura del todo, pero no le da la tabarra. Y como Rasputín no sabe lo que es el conflicto moral porque al final se ha dado cuenta de que el problema del espejo es irresoluble, pues se ha tirado al río. Desde arriba de la torre. Y con ese bautismo ha empezado la nueva vida, la segunda. Y aquí ya sólo usa los espejos para peinarse. Y sólo piensa en sangre derramada si ve a alguien en una bañera.

sábado, 26 de junio de 2010

A Ofelia

Ofelia tenía un vestido blanco. Era con el que pensaba lanzarse al río, pero tuvo que dejarlo de lado porque a Hamlet le parecía que le hacía las tetas caídas. A veces se sentaba en una piedra cerca del agua, y dejaba que las horas pasaran por ella como cuando se tumbaba boca abajo en el sofá de sus padres cuando era demasiado mayor como para recordar lo que pensaba. Desde la roca, vió pasar un día tres mujeres. La primera llevaba un mono negro de Jack´s y era pelirroja, se montó en una moto y nunca más se supo. La segunda llevaba un carrito de la compra, repleto de jamón para el niño y de crema para las hemorroides para el padre. La tercera iba en cuclillas, comiendo helado de chocolate y escondiéndose de quien se acercaba demasiado a la vez que gritaba sus intimidades más íntimas.
Ofelia se levantó alisándose el vestido, poque el pelo lo tenía rizado. Recogió a la pelirroja el pelo en un moño señorial, y la bendijo cantándole la canción de Cristo Rey. A la segunda le hizo una mortaja. Pero para un sueño inquieto, porque todavía espera que muera de enfermedad terminal. A la tercera le presentó a su madre, que con eso ya estaba todo más que vengado.
Ofelia se ha comprado un cuaderno, y ahí recoge todas sus vivencias con todas estas mujeres. La llaman feminista, pero es quien más sabe de Hamlet. Sabe de sus miserias, de su masculinidad y de la incomprensión de género. Ofelia se va a la pelu, deja el helado en el congelador y respira tranquila a ratos. Cuando la femeneidad no llama a su cabeza.

viernes, 25 de junio de 2010

  • Lo inevitable es cuando no puedes hacer algo por evitar lo. Cuando ya lo sabes. Y lo sientes. Cuando lo has cogido, lo has hecho pedacitos junto con una cebolla que te ha hecho llorar de rabia y lo has mezclado con sal en un sofrito que ha empezado a quemarse. Lo has apartado, le has puesto la carne que se ha quedado cruda y lo has emplatao al lado de un Protos. Y como tiene demasiado cuerpo, le has puesto Fanta de naranja. Zero, por supuesto. Como la revista gay. Y no has podido dejar de comer del plato, porque así es lo inevitable, algo en lo que llegas hasta el final aunque no te quepa más; ni la puntita. Sabes que la digestión va a ser pesada. Que vas a tener fatiguitas, como en las coplas. Y que luego va a venir la cantinela de la culpa, y el autoreproche que siempre viene con retraso, como la regla. Pero ahí está... Lo Inevitable. Tú le miras, él te mira, suena la canción del webstern... y te lo zampas. Porque tú eres así. Y porque tú lo vales, aunque uses Dove y no Pantene porque tiene 1/4 de crema hidratante. Y sabe Dios que te hace falta la hidratación extra, que si no el plato no cabe ni con calzador. Pero te recuestas en el sofá y dices ¡qué coño! yo repito. Y ahí va otro. Y otro más. Lo inevitable. Su puta madre.

martes, 22 de junio de 2010

He cogido el bolso y he guardado las llaves, el monedero, las gafas de sol y la cartera. Lo demás no cabía. He bajado las escaleras y he buscado el callejón del destino átono. Al entrar había tres contenedores; uno lleno de botes vacíos de perfume, otro de pañales y el último con esqueletos calvos. Al fondo estaba el administrador de justicia, y en la mesa camilla que tenia a la altura de sus rodillas movía sin parar cuatro cubiletes con sus dos manos izquierdas. Los pordioseros vestidos de Chanel se han apartado cuando me he acercado, así que me he visto en la obligación de coger el banquito de baño que había volcado y sentarme.
Me ha preguntado mi nombre y me ha dicho los niños que murieron para que yo viniera al mundo. Me ha preguntado mi edad y me ha dicho los años que llevo de cautiverio. Le he preguntado por mi muerte y me ha respondido que nací en un día lluvioso en pleno verano.
Al mover los cuatro cubiletes, he entendido que ya no había vuelta atrás y que la suerte estaba tumbada, porque en la vida nunca se echa. Me ha mirado indicándome que levantara el que escondía la moneda de dos caras, y he tocado el primero, porque siempre me han dicho que las cosas hay que empezarlas por el principio. Pero él ha levantado el último, porque el orden de los factores no altera el producto. La moneda de dos caras se ha convertido en dos cruces, y entonces han decidido que era hora de recoger el chiringuito e irse a la playa.
Como no me parecía una buena manera de terminar porque seguía hambrienta, me he levantado del banquito y me he puesto en el otro lado. Entonces la serpiente de Peter Pan se ha me ha enroscado en el cuello, y me ha sisado palabras que hace tiempo yo silbaba. Cuando las ha recogido todas, me ha dejado una nota en compensación, y en ella decía que la suerte se ha peleado con la vida porque le ha puesto los cuernos con la muerte.
Y entonces me he sentido infinitamente cansada. Bueno, no tanto, pero he querido volver a casa para darme una ducha y quitarme las escamas que me ha dejado la serpiente en la piel. Y por el camino he comprado comida para el alien que albergo en mi estómago desde que me comí un melocotón podrido. Pero la he tirado en el contenedor de los pañales para que nos muramos de hambre y nos acuesten con los calvos.
Compré un anillo en la Tierra Media. El grabado se hacía visible cuando helaba. Lo puse en tu dedo mientras susurraba palabras de embrujo que sólo yo conocía, porque hablo con los muertos desde hace tiempo. Recorrí cada una de las arrugas de tus ojos, y recé junto a la Parca para que las oraciones significaran algo. Mis yemas cayeron desde tu hombro hasta tu muñeca, y las caricias a tu mano salieron solas mientras Medusa abría la boca en una expresión de horror que me recordó a la viuda negra. Ví la negación en tus ojos cuando tu cabeza afirmaba, y supe cual era el final antes de que hubiera un principio.
Compré un vestido de hada madrina para una boda de Cenicienta, y la calabaza se pudrió antes de que dieran las doce. La princesa buena se arrancó el collar de perlas, y cada una de ellas se convirtió en una de las mentiras que te dije para que no supieras la verdad que escondían todas.
Besé a la rana, me hice las pruebas de la enfermedad del amor insano y se convirtió en un príncipe que no sabía hablar, porque yo me comí las palabras en un ataque de bulimia y sólo las devuelvo una a una.
Te rodeé por detrás, y a veces mis brazos te abarcaban y podía entrelazar mis dedos, otras no. Pero tú siempre me sujetastes las manos sin girar el cuello y sin mirarme de reojo, porque tenías miedo de ser como la esfingue y convertirme en piedra.
Hice tu vida más fácil mientras te asfixiaba, y la mía dejó de tener sentido tres estaciones antes. Se me olvidó comprar la espátula para limpiar la escalera que unía las tres vidas que tuvimos, y que terminaba en la cuarta que decoré antes de pagarla.
Recogí todas mis joyas y pedí que las tasara Rompetechos, que sabe de falsos valores e inversiones seguras.
Agrupé todas mis horas y las gasté en abalarios que las hacían más bonitas, pero sin el zafiro que siempre supe que no me pegaba.
Metí toda mi ropa en una bolsa de viaje, y la purpurina de la tela me despintó en un brazo desnudo y hambriento de una luz que lo calentara.
Miré mis pies descalzos y les calzé unos tacones que aún no me he comprado.
Mandé un beso por correo y no lo recibí por falta de sello.
Por la noche digo tu nombre mientras que una voz aulla el mío, pero cuando me despierto no recurdo que nunca te conocí. Mándame una foto.

lunes, 21 de junio de 2010

La bruja Yaga

La bruja Yaga vive en el vórtice de un bosque. Tiene una cabaña con un suelo de madera lijado a mano, y siempre hay un perol con agua hirviendo en el centro. Hace cosas siniestras. Freud dice que lo siniestro se produce cuando lo cotidiano se vuelve anómalo. Por eso en la casa de Yaga las sillas se mantienen solas boca abajo, y a veces bajan las escaleras en esa posición, deslizándose por los escalones. Por las noches se esconde en el espejo de un dormitorio, y cuando sale de él se sienta de rodilla encima del pecho de quien está en la cama para que sueñe que no puede respirar.
Está debajo del sofá cuando te quedas sola en casa y cuando te pones de pie para salir corriendo de allí saca la mano de dedos sarmentosos y te agarra el tobillo.
Agarra los cuchillos y los pone en tu mano. Pone jabón en el fondo de la bañera, y su risa se convierte en aullidos de dolor porque Yaga no eligió ser quién es.

Compra tomates para hacer gazpacho, pero se derrama hacia arriba cuando lo vierte en un plato. Su ser, sino y estampa se escurren hacia abajo. Tiene una escupidera donde lo recoge todo, y antes de dormir siempre lo mira intentando saber qué significa.

Sus chillidos son gritos de dolor. Del dolor de sus víctimas, que nunca lo son. Porque quien va a su casa deja de ver las sillas cuando cierra los ojos. Siempre se baja del pecho si el que duerme se despierta. Los tobillos se escurren cuando el que se baja de sofá empieza a correr. Otros mueren.

Yaga lleva un vestido. A veces se lo quita, y la piel se vuelve de dentro a fuera.

domingo, 20 de junio de 2010

Momo

Momo no sabe quién es, pero está tan definida que los límites de su cuerpo son trazos hechos con un rotulador de punta gruesa y está coloreada con lápices Alpino. Momo a veces no habla. Se pierde en el silencio de su boca. A veces intenta trazar un puente entre el ruido de fuera, pero los colores se mezclan dentro y salen enmarañados, como risas inoportunas.
Momo a veces habla. Y cuando lo hace la gente escucha. Pero luego quieren callarla, porque lo que dice tiene colores de una paleta para la que Momo es daltónica.
Una vez Momo conoció a Virginia Wolff, y quiso ir a pasear al río con ella, pero no tenía el pelo rubio, como Ofelia, ni tenía un cuarto propio, sólo una cama en el suelo y muchos libros vacíos. Pero tomaron el sol juntas, y se despertó cuando comenzaba a asfixiarse, así que le dió la mano a Virginia mientras ésta se hundía en el río con sus piedras frías, húmedas y afiladas en los bolsillos.
Momo abre su pecho a veces con un cuchillo de Ikea, y ofrece su corazón mientras se le escurre entre los dedos. Se arremolinan a su alrededor, y Momo quiere hacer la ofrenda. Pero si la hace ya no será Momo. Y dejará de oir la música. Esa nota que la hace vibrar y que hace que lo demás carezca de sentido. Puto solfeo.
Cuando Momo abre, la puerta se cierra. La insostenibilidad de la incongruencia de lo que hay fuera con lo que hay dentro hace que se vaya a un limbo donde los hombres grises le cosen la boca y le abren los oidos y los ojos. Para que lo vea y lo oiga todo, pero no pueda decir nada. El humo entra por la nariz y todo se nubla dentro, Momo no sabe cómo expresarlo, y la gente habla sin parar para no oir la amalgama delimitada en superfícies rugosas. Así que los hombres grises se dan cuenta de que no hace falta que le tapen la boca, porque de todos modos es ininteligible.
Momo se ha comprado una bolsa de chuches y se ha sentado en el pollete de una puerta en la calle.
Momo mantiene ocupada su corteza cerebral todo el tiempo con millones de cosas. Así lo de dentro puede maquinar sin parar, pero así Momo no lo oye.
Virginia ha conseguido conexión a internet y le ha mandado un correo. "La castración masculina se revierte ante la omnipotencia femenina".

miércoles, 16 de junio de 2010

En el Huerto

Esta vez el té no está amargo. La proporción de leche y azúcar es la justa, y no ha estado demasiado tiempo en el agua caliente, por lo que el amargor no se ha fijado en los posos. Los posos... ya no hay posos. Ahora el te viene en bolsitas, y sólo deja una arenilla fina al final. Así no puedo saber lo que viene luego. Es como un café desteinado. Y sólo al tener ese pensamiento, es cuando me doy cuenta de que no me he atrevido a pedir el té. El bloqueo está ahí de nuevo, y se ha perdido la conexión entre las ideas y el aparato fonador... Lo que escucho no puede ser lo que estoy diciendo ¿no?

Alguien me pone un brazo sobre los hombros, mientras las caras de alrededor me miran con una mezcla de incomprensión, confusión y, sobre todo, incomodidad, porque sin darnos cuenta todos estamos escuchando ese engranaje que chirría porque hay que echarle de nuevo 3 en 1. Pero como el día ha sido duro no he tenido tiempo de ir a comprarlo, y ese ruido se está convirtiendo en un graznido que nos vuelve locos a todos.


Entonces cierro las compuertas, y mis ojos están viendo y mi cara sigue ahí, pero detrás de la compuerta la vida cuece otra cosa. Con los ojos que no están ahí, en ese chocar de cuerpos inconexos, veo la puerta de madera. No tiene una imagen definida, pero distingo bien los escalones de madera que me subirán hasta ella, con ese vuelco en el estómago porque la madera cruje, y las astillas te llaman para que te caigas encima de ellas. Hace calor, y la humedad es asfixiante. En cuanto alguien la abre y me da la mano para subir, la luz me inunda; me rodea incluso por detrás, y ya nada chirría, porque el aroma a árboles en flor impregna cada célula, y ya no hay engranaje porque no hay nada girando, sólo existencia. Consigo entrar sin caerme, y cono una pera verde, ácida, que consigue que me tumbe en una tierra seca pero capaz de engendrar lo que sea. Y vuelvo a cerrar los ojos, y pierdo conciencia de edad, de era, de cuerpo y de alma. Soy una anciana que no sabe esperar, porque la ausencia de temporalidad muestra la incongruencia de la secuencia. Y cuando salgo de allí, ya soy diferente, y me subo a la azotea de noche a mirar estrellas, y me quedo sentada de madrugada en el baño horas mirando por la ventana una luna que nunca para de moverse porque el principio se unió con el fin, y cuando la pera entra en tu cuerpo ya estás irremediablemente perdida para siempre, porque a partir de ahí siempre habrá que echar tres en uno para que los demás no escuchen el engranaje que consigue que esa puerta se mantenga cerrada y su luz no lo inunde todo.


Alguien me está mirando y me dice que soy tímida. Y entonces me doy cuenta de que se me olvidó la pastilla azul de Alicia que me devuelve al tamaño normal. Y la miro a los ojos, pero no me atrevo a mirar porque su puerta está entreabierta, y no sé cómo es la luz que oculta. Así que miro al fondo de la habitación, y afirmo con la cabeza mientras que el chirrío se hace más fuerte.

Hay frutas que es mejor no morder.

sábado, 12 de junio de 2010

La sala

Pongo la mano en el pomo. Esta vez es frío y suave, casi escurridizo. Me hace pensar en el caparazón de un insecto, y por un instante siento en lo más profundo de mí el deseo de no abrir esta vez, de no cruzar esa puerta. Pero lo orgánico no deja lugar a la decisión; aún no ha llegado el momento de mi muerte, y eso implica que los hilos que tiran de mi cuerpo giren mi muñeca y abran esa puerta.

Me paro en el umbral, y antes de que pueda girarme ya he oído cómo se cerraba. Cuando termino de darme la vuelta ya sólo hay pared. Así es el pasado; el recuerdo de lo que fue. Aún tengo la mano fría de haber tocado ese tirador, pero todas las sensaciones asociadas son imágenes y sensaciones traídas a mi memoria, ajadas por el paso del tiempo. Desde el sentido de lo inevitable giro en redondo y miro a mi alrededor con los ojos entrecerrados, porque nunca se sabe lo que vas a encontrar. He perdido la cuenta del número de salas de espera en las que he entrado ya. Cada una es la antesala de la siguiente, y sólo en un número ínfimo la espera se convirtió en acto. Nunca se sabe, y eso es lo peor. Porque el día que voy con lentillas, el vestido adecuado, depilada y con la manicura hecha me encuentro con una espera de tres años en un sofá que se va haciendo cada vez más incómodo con el paso de las distintas comidas. Y cuando llevo mis gafotas y tres meses sin hacer ejercicio despues de una sala realmente aburrida, vivo un instante de encuentro con...CON. A lo mejor es porque con gafas siempre ví mejor, y las miradas se reconocen.

A veces me llaman al teléfono que siempre llevo conmigo, aunque en contadas ocasiones no he tenido uno y alguien se ha asomado a una ventana desde su propia sala. Pero éso no es mejor. Porque cuando se va a su siguiente puerta, o yo salgo por la mía, queda esa sensación de vacío multiplicada porque por un momento te has sentido cerca de alguien. Tambien es agradable a veces esa soledad, y ver pasar a la gente por la ventanilla cuando te toca un tren-sala donde tienes un compartimento para tí sola. En esos momentos siempre aprovecho para leer sobre otras esperas, comer chocolate milka y ver la tele mientras que me pongo cremas.

Esta vez no ha sonado el teléfono. Tengo un e-mail.

martes, 1 de junio de 2010

Metamorfosis

Había una vez Algo. Algo se convirtió en Alguien, no se sabe muy bien cómo. Un día se encontró con Alguno, y fue entonces cuando pudo empezar a convertir el monólogo interno en una conversación. Durante años estuvieron hablando, compartiendo argumentos, discutiendo y hasta dándole puñetazos a las paredes. Pero un día Alguien se dio cuenta de que todo ese tiempo había estado intentando convertirse en Nadie, y que Alguno no lo comprendería. “Porque el proceso de individuación lleva siempre a un fin de colectivización que implica una disolución”. Y con estas palabras consiguió la Metamorfosis. Y entonces, fue cando se dió cuenta de que las palabras estaban muertas y no significaban nada, porque no se trataba de que ni Alguno, ni Algo ni Nadie no le entendiesen, como había creído hasta entonces. Se trataba de que el vacío de cada fonema iba extendiéndose como la Nada, iba haciendo desaparecer Todo. Y si Algo se había convertido en Alguien a través de la palabra, entonces había estado hecho de pantallas iluminadas que cambiaban de mensaje según la época del año o el canal de la tele; que es lo mismo escuchar palabras de Sálvame de luxe que de Cuarto Milenio. Que Todos usaban las mismas conjunciones, preposiciones verbos y sustantivos. Y entonces, Algo que luego fue Alguien y más tarde Nada llegó a la conclusión de que la diferencia estaba en la manera de unir las palabras. Y fue entonces cuando decidió comprarse una agujas de punto que fueran uniéndolas todas creando una malla protectora que ponerse y le abrigara del frío que da saber que eres Nadie. Pero las cosas de punto tienen agujeros, y por ahí se colaba lo que al principio era una brisa pero que se había convertido en vendaval. Porque las palabras tienen huecos que dejan entrever lo que hay debajo, y la mayoría lo zurce para que no se vea. Y como a Nadie no le gustó eso quiso unirse a la Nada. Pero no tenía GPS y no sabía como se llegaba hasta allí, no como era el proceso de cambio. Así que se sentó debajo de una escalera en un hueco pequeño con una manta y un libro muy largo. Y sigue buscando en las palabras del libro la manera de unirlas que le digan cómo acaba la historia bien. Y no encuentra las letras del FIN.

Soy un robot

Soy un robot. Mis músculos se alargan convirtiéndose en tendones que se unen a los huesos deformados que soportan mi estructura física. Mis órganos funcionan acompasadamente. El cerebro lleva su propio ritmo. Depende del programa que esté ejecutando en ese momento. Hay muchos. O pocos. Depende de con quién comparemos. Los problemas vienen cuando el programa se pone en marcha, porque a veces no tiene en cuenta al resto del organismo, y éste hace un sobreesfuerzo para acompasarse al ritmo apropiado. Porque hay muchos tipos de robots, y ése es un poco torpe de movimiento. No tiene un objetivo prefijado a la hora de hacer cosas, y se caen los vasos, vuelan las llaves del coche o me caigo al correr para subirme en él. Porque una cosa es lo que el cuerpo hace, otra la que se siente y otra la que se piensa. No entiendo el dualismo. Ni el trialismo. Porque cuando mi cuerpo hace algo, siento algo y le pongo un nombre. ¿Cuál es el sentimiento; lo que siento en las visceras, o el nombre que le pongo?...


Si sientes y nombras ya piensas, no sientes. Si no piensas no existes. O eres un neardenthal. Pero ni siquiera eso es verdad, porque hasta los monos, que nos han contado que nos preceden, dan un sentido a su comportamiento, y viven duelos y alegrías. Si vives te lías, ya hay conflicto. La verdad está hay fuera, dice Scully. Por eso soy agorafóbica. Que el hay fuera es muy grande, y yo muy pequeña para aprehenderlo todo.


Soy el robot rojo que se sentaba el hombro de Ulises y Telémaco. Y mi voz suena igual, porque me dicen pepito-grillo. Me encanta el color verde porque me cansé del azul. Me obligan al rosa, porque no saben unir mi carácter a ninguna cosa concreta. Odio el rosa.


Soy el robot de Isaac Asimov, que se va huminzando comprando trozos de cuerpos que se van uniendo a su aparato metálico. Intento acercarme a la muerte humanizándome de esa forma, pero ese programa no entra aún en la ranura. Será porque es el de lavado a 30º, y a mí me gusta más usar Ariel en el programa número 5.


Soy el robot de la Guerra de las Galaxias, porque todo el mundo me toma a broma. La gente no escucha, sólo habla. Y yo no hablo, sólo escucho. Porque también soy C-3PO, que no se le entiende cuando tiene algo que decir, y hay que traducirlo. Y como la mayoría no sabe traducir, se imaginan lo que digo, y ven sólo un robot. Porque soy un robot.